Mito y realidad del grupo "Martín Fierro"

por Nicolás Olivari

 

Creo que ninguna generación literaria ha tenido la actuación casi permanente de una vigencia tan efectiva como la del grupo de la revista Martín Fierro. Historiar su origen o formación o alineación, es asunto un poco confuso, dado el tiempo transcurrido. Por otra parte, hay una amplia bibliografía sobre esos movimientos (Boedo-Florida) que configuran su mito y su realidad. Lo que puedo intentar aquí -como testigo físico de los llamados movimientos de Boedo y Florida- es aportar algunas experiencias vividas. Sin literatura. Apenas con un cierto afán cronológico. Periodístico de información.
Me duele no dar nombres, salvo los imprescindiblemente necesarios, porque podría cometer olvidos lamentables con buenos amigos. Pero debo decir, para su ubicación terminante, que el grupo Boedo, el primero que conocí fue capitaneado resueltamente por Leonidas Barletta, que era el más agresivo, e integrado por Elías Castelnuovo, Alvaro Yunque, Lorenzo Stanchina, Gustavo Riccio, muerto prematuramente, y algunos más de cuyos nombres no me acuerdo mucho. En el grupo Martín Fierro -no doy fechas porque no las ubico- el más estentóreo era Oliverio Girondo; el aglutinador, Evar Méndez; diría: ejecutivo o de relaciones públicas.
El grupo Boedo se reunía en la calle Boedo, casi esquina San Ignacio, una cortada de parrafadas electorales, en una humilde librería, propiedad de Francisco Munner, un catalán pintoresco y bondadoso. A los fondos crujían las viejas linotipos de Lorenzo Rañó, impresor de toda la literatura social de la época. Se editaban Los Pensadores, una colección de defectuosas traducciones de escritores rusos y otros autores de izquierda. Pequeños y sustanciosos tomitos de versos y una serie tremenda de novelas realistas, a veces pornográficas, para acentuar la diferencia con la prosa amerengada de La Novela Semanal. Estas ediciones, hoy inhallables, serían disputadas a peso de oro por los bibliófilos.
En ese tiempo hasta llegó a escribir su novelita el hoy crítico de cine Chas de Cruz, apenas adolescente, con un titulo que se las traía: El burdel de la judía. Los revendedores de toda esa faramalla eran los hermanos Rubli, actuales poderosos encargados de la reventa de Radiolandia, Vosotras, Goles, el Tony, Ahora, etc. Estos, entonces acometedores muchachos, fueron la salvación de nuestra bohemia, porque nos pagaban, ¡increíble!, por lo que escribíamos. En este grupo figuraban además los pintores Arato, Vigo, Facio Hebequer y el escultor Riganelli.
Boedo había trazado su formula de acción de la que no se apeaba. El slogan era: “El arte por el pueblo”. Formula simplista y tan vaga como nuestra supuesta ignorancia en la materia. Recuerdo -ésta crónica no puede ser sino recuerdos- que entonces publiqué mi primer libro de versos, o lo que fueran, en 1924, titulado La amada infiel, en contraste irónica con La amada infiel, de Amado Nervo, que hacía estragos en la juventud y en las modistillas. Lo editó Rañó, y no recuerdo haberle pagado nunca.
Mi libro era irónico, desenfadado, hiriente. Cuándo vieron los primeros ejemplares, parece que se reunió el cónclave director del grupo y dictaminaron que yo estaba “fuera de la cuestión” ¿Por qué? Me había atrevido a decir en un poema: “mi loco cardumen que anda en parranda- con Theodore de Bainville”, y esto otro: … “el son sonoro del viejo piano”. Se indignaron, y en cierto modo me consideraron traidor al movimiento y me expulsaron sin más. Me dolió; tenía la ingenuidad de los poco más de veinte años y admiraba ciegamente a mis censores. Como en el tango, salí a la calle desconcertado, y dio la casualidad que me encontré en la puerta de la librería con Raúl González Tuñón, quien había leído mi libro y le gustaba. Me abrazó, y al saber de mi cuita ya tuteándome, me dijo; “No importa, Te llevo a Florida”… Y así fue.
El grupo Florida, ya en plena efervescencia, funcionaba en el estudio del doctor Maglione, en la calle Viamonte. Allí me encontré con la acogida cariñosa, sencilla , fraternal diría de Evar, de Oliverio Girondo, de Marechal, de Borges, de Fijman, de Zía, de Molinari, de Enrique González Tuñon, que sería luego mi íntimo amigo, de Galtier, del afectuosísimo Ricardo Güiraldes y para mi asombro, con la bondad infinita del gran Macedonio. Me hice asiduo a las reuniones. Oliverio tan lleno de vida era tumultuoso y activo. Evar, reflexivo y constructivo. Entraban y salían Paco Luis Bernardez, Amado Villar, Pedro Juan Vignale, César Tiempo, Sixto Pondal Ríos, Ulyses Petit de Murat, RobertoArlt, Norah Lange y tantos otros. Roberto Mariani, finísimo espíritu equidistante, oficiaba de diplomático componedor entre Boedo y Florida . Porqué no nos odiábamos. Nos tolerábamos o nos sufríamos. Lo que caracterizó un poco el distanciamiento de ambos grupos fueron los famosos “epitafios” en los que a veces caía en la redada alguien de Boedo. Eso fue todo o casi todo. Los autores de los epitafios eran muchos pero sobresalieron por su humor candente los de Nalé Roxlo y los de Ernesto Palacio, que aún hoy, cuarenta años después, se citan y recitan en toda ocasión. Algunos fueron ciertamente mortales para postizos marbetes intelectuales.
En el periódico Martín Fierro cabía todo o casi todo. La brevedad obligada de esta nota, que no quiere ser histórica, me mueve a no alargarme. Rápidamente anoto que Martín Fierro estruendosamente al gran Ramón Gómez de la Serna, al músico Ansermet, y con un afilado estilo de cachada porteña al simpático e imperturbable F. T. Marinetti. Fueron años gloriosos de risas, humor, y entreveros. Contagiados por la trascendencia popular del periódico - popular, digo, porque se llegaron a vender veinte mil ejemplares-, aparecieron revistas colaterales, claro que sin su humor y sin su desenfado.
Recuerdo Proa, con Brandan Caraffa y Rojas Paz; Inicial con Ortelli, Síntesis, con el que fuera el intendente municipal de Buenos Aires, Dr. Carlos Noel: el mismo a quien Evar Mendez, nunca supe por qué, endilgó un romance o algo así, tremebundo y jocoso, que se titulaba Al chocolatero que está en la Intendencia. Por los aires sureños apareció Campana de Palo, del persistente grupo Boedo, con más palos que somatenes.
Nuestra juventud desemboca en tenidas gastronómicas de locura. Recuerdo el banquete que se dio (¿dimos?) en la Rural, a Ricardo Güiraldes, que acababa de publicar su Don Segundo Sombra.
Existe una foto, que si ya es historia, de sobremesa. Puede verse a toda la plana de Martín Fierro allí, a la sombra ya venerable de Juan Pablo Echagüe, Guillermo Korn, Manuel Galvez, Nerio Rojas y tantos otros. El gráfico documento que nos reunió fue reproducido innumerables veces, en cada oportunidad en que se habla de nuestra generación.
Entonces se escribía, se polemizaba, se discutía, se peleaba. Contra la partida, según el famoso manifiesto que redactó Oliverio. Nos ensartamos a la vez en una homérica polémica con jóvenes escritores y poetas españoles, quienes sostenían que un “meridiano intelectual” único, latino-americano. pasaba por Madrid. Nosotros les encajamos de prepotencia un meridiano de Buenos Aires, y su tango. Hasta le dimos un banquete a nuestro rezo ciudadano. Recuerdo, con orgullosa emoción, que Ricardo Güiraldes lo bailó con primorosos cortes de ciudadanía porteña. ¿Y qué más? Mucho más que la tristeza de los años idos me obliga a callar. Si no fuera bajamente sentimentaloide agregaría: para no llorar. La mayoría de los jóvenes que hicieron Martín Fierro eran entonces, a la vez, redactores del diario Crítica. Allí bajo el ala protectora de Don Natalio Botana y la sonrisa esquinera del Malevo Muñoz. continuamos el tiroteo. Hasta que …¿llegó el tiempo de la pausa? No sé. Lo que sí sé es que nuestra generación, por casualidad, oportunidad buscada y merecimiento hoy innegable, llenó un vacío existente en la literatura argentina, desde el año veinte al treinta más o menos, con poemas, prosas, ensayos, estudios. Todo entre bromas y carcajadas, pero con una autenticidad y una seriedad de trabajo, inspiración y propósitos que han hecho que decir todavía hoy “la generación de Martín Fierro “, obliga tanto al pasmo como a la atención.

 

Revista Testigo (número 2, 1966, Buenos Aires)