Un recuerdo de Manuel J. Castilla

por Raúl Gustavo Aguirre

 

Fue en la Primavera de 1957, es decir, hace exactamente veinticinco años. La Universidad Nacional del Litoral, con el nombre de Primera Reunión de Arte Contemporáneo, organizó el que luego sería para varios de nosotros un inolvidable encuentro de escritores, artistas visuales, músicos y especialistas en problemas de la cultura. Hubo exposiciones, conferencias, lecturas y debates y, al margen de estos actos, esa hospitalidad tan fácil y generosa que con los porteños siempre encontramos en las provincias se materializó en memorables veladas que tuvieron lugar en diferentes hogares santafesinos.En el transcurso de una de ellas ocurrió el episodio que voy a relatar. Creo que su interés, aparte del de ser un siempre merecido recuerdo del gran poeta de La Tierra de uno , reside en que ilustra bien la diferencia entre dos tradiciones poéticas: la una, inmemorial: la otra, mas reciente, pero ambas igualmente válidas, ambas igualmente legítimas.Manuel José Castilla, que había acudido a la reunión acompañado por algunos amigos, se encontró de pronto alrededor de la mesa compartiendo el espirituoso convite con varios poetas porteños, que habían venido para participar en aquellos actos. Como quien ofrece y da lo mejor de lo suyo, en cierto momento comenzó a recitar, con su voz honda y expresiva, una serie de poemas subyugantes que después leeríamos en sus libros. Recitaba de memoria, casi como improvisando, y nosotros lo escuchábamos con religioso estupor, admirado y enmudecidos por la belleza y la magia de lo que nos traía esa voz que, entre letanía y melopea, venía desde el fuego y el vino inmortales como la noche y como la tierra y el cielo que los amparan:Allí donde el metal se licua y gota a gota fatiga la sangre/hasta hacerla verter sus rojas agonías;/ allí donde la arena devora sus propios escorpiones soterrados/ y en el espejismo las montañas moviéndose/ agitan en sus vientres azules agua dormida y greda derrumbada,/ como en el primer sueño del primer hombre de la tierra/, allí solo allí/ la muerte se embellece de sal sobre los páramos!Disipado el prodigio, Castilla nos miró uno a uno y nos invitó a imitarlo. “A ver, decí algo vos, amigo” . El poeta porteño se excusó : “No podría, de veras, no tengo voz”. Castilla: “ bueno entonces alguno de ustedes ”. Otro porteño: “ Yo no me acuerdo de nada ”. “ Entonces vos, chango ”, me dijo, dirigiendo hacia mí sus ojos rápidos y brillantes. “ Perdón, Castilla, no traje poemas ”.Es que nosotros, no teníamos costumbre de decir nuestros poemas en público. Los hacíamos circular de mano en mano, en papeles para leer en silencio, a la luz de la lámpara.Castilla se ofendió: creo que no pudo comprender (¿y como había de comprender? ) que no había el más mínimo desaire en nuestra actitud: sólo timidez, falta de costumbre....Lo cierto es que balbuceó una excusa y seguido de sus compañeros, ahí no más se fue de la reunión. Creo que enojadísimo.Muchas veces he recordado esta escena, casi con dolor. Como pasa a menudo con los equívocos, y con peores desventuras, no son culpables sus protagonistas, sino que ellos padecen sin saberlo o sin poder hacer nada, una situación.En nuestro caso, la poesía ancestral de los seres humanos, la de Homero y los aedas la de los juglares, la de los cielitos criollos de Bartolomé Hidalgo, la de las coplas que enhebran con sus destellos de lirismo el cancionero tradicional de nuestro país, esa poesía hecha para decir, para cantar, para recitar en los fogones (en los fogones que son como la historia intima de nuestra patria; fogones de soldados y de arrieros, fogones de troperos y de braceros, fogones de carretas que cruzan la pampa vasta como la eternidad), esa poesía que no es sino otra forma del habla y de la comunión entre los hombres, el canto, se encontraba allí en aquella ocasión con otra hermana, si, pero distinta; la poesía escrita en los pergaminos, a la claridad de los velones, los cndiles y las bujías, la poesía escrit en el papel para ser leída en el silencio, junto a las lamparas, en la soledad más alta y más intima de los seres humanos.Dos tradiciones: una sonora y musical, celebradora y comunicante, hecha de comunión y de ímpetu fraterno; la otra, mas queda y solitaria, poesía del yo que siente y sufre y ama, teme y medita... mas contenida, más callada, si paradójicamente podemos calificarla así.Esto es lo que yo le hubiese querido explicar a Castilla, ahora que lo sé, ahora que creo haber descubierto la razón de aquella perplejidad y de aquel desencuentro.Pero ahora es tarde. Quizá no tanto empero, para decirle a sus hermanos que los poemas que él escribió y que decía a viva voz con tanta seductora vehemencia, también pertenecen a la otra poesía, a la que está en el papel, aquella que leen y continúan quienes ya no pueden escucharlo.

 

(La Gaceta de Tucumán, 11 de agosto de 1982)